"Desde que inicié las dietas en mi vida adulta he perdido varias veces mi peso completo", me decía con amargura una mujer de 40 años, muy hermosa, "y he ganado aproximadamente lo mismo". Era la tercera afirmación similar que escuchaba en menos de una semana; removía un café con sacarina, apenas enturbiado con leche, y no sabía cuanto podría soportar la dieta en esta ocasión.

Como Sísifo, sentía que en cualquier momento perdería el control, y de nuevo tendría que remontar el peso extra, los sacrificios y el hambre.

"Engordé porque comía de manera compulsiva galletas dietéticas de chocolate. Hubiera comido hormigas si vinieran recubiertas de chocolate", me decía otra. Había aprendido a evitar el sufrimiento a cualquier precio, aunque eso supusiera estancarse en su trabajo, o ser tan complaciente que corría el riesgo de no ser tomada en serio. No sabía mostrar otra emoción que no fuera la simpatía. Como el personaje de García Márquez, comer era la única manera en la que había sido capaz de llorar.

"Las estrellas sienten hambre de manera continua. A diario me enfrento a una dieta profundamente aburrida, compuesta de yogur, cereales y barritas. Odio estar a dieta. Paso hambre todo el tiempo. Creo ser una mujer delgada, pero para la industria del cine no lo soy". Las palabras de Julianne Moore, una de las actrices más hermosas y mejor consideradas de Hollywood, rompían con valor un silencio férreo solo insinuado con maldad por las revistas de cotilleo. Si ellas, las más guapas, aquellas con cuyos divorcios, matrimonios millonarios y romances públicos no son lo suficientemente hermosas como para permitirse pesar lo que su naturaleza les dicta, ¿quién puede serlo?

En muchas ocasiones he reflexionado con tristeza acerca del bucle de culpa, malestar y frustración al que nos sometemos de manera voluntaria la mayor parte de las mujeres. Con menos frecuencia me he detenido a pensar en la tristeza, la culpa, el malestar y la frustración que, con dietas o sin ellas, experimentan las mujeres enfrentadas a los rituales de espejo, comida, juicios ajenos. Privadas de afecto, a no ser que hayan pagado altísimas cotas por él, los exámenes en torno a su físico, su inteligencia, su adecuación como madres o hijas, como amantes, como profesionales, me recuerdan al intento de correr con un corsé, con un cilicio bien visto. No es la vida el problema: lo es el hambre de esa vida.

Espido Freire Licenciada en Filología