"En su brazo cogerá los corderos" Al escoger a hombres y mujeres para su servicio, Dios no pregunta si tienen bienes terrenales, cultura o elocuencia. Su pregunta es: ¿Andan ellos en tal humildad que yo pueda enseñarles mi camino? ¿Puedo poner mis palabras en sus labios? ¿Me representarán a mÃ? Dios puede emplear a cada cual en la medida en que pueda poner su EspÃritu en el templo del alma. Aceptará la obra 25 que refleje su imagen. Sus discÃpulos han de llevar, como credenciales ante el mundo, las indelebles caracterÃsticas de sus principios inmortales. Mientras Jesús desempeñaba su ministerio en las calles de las ciudades, las madres con sus pequeñuelos enfermos o moribundos en brazos, se abrÃan paso por entre la muchedumbre para ponerse al alcance de la mirada de él. Ved a estas madres, pálidas, cansadas, casi desesperadas, y no obstante, resueltas y perseverantes. Con su carga de sufrimientos buscan al Salvador. Cuando la agitada muchedumbre las empuja hacia atrás, Cristo se abre paso poco a poco hasta llegar junto a ellas. Brota la esperanza en sus corazones. Derraman lágrimas de gozo cuando consiguen llamarle la atención y se fijan en los ojos que expresan tanta compasión y tanto amor. Dirigiéndose a una de las que formaban el grupo, el Salvador alienta su confianza diciéndole: "¿Qué puedo hacer por ti?" Entre sollozos ella le expone su gran necesidad: "Maestro, que sanes a mi hijo." Cristo toma al niño, y a su toque desvanécese la enfermedad. Huye la mortal palidez; vuelve a fluir por las venas la corriente de vida, y se fortalecen los músculos. La madre oye palabras de consuelo y paz. Luego preséntase otro caso igualmente urgente. De nuevo hace Cristo uso de su poder vivificador, y todos loan y honran al que hace maravillas. Hacemos mucho hincapié en la grandeza de la vida de Cristo. Hablamos de las maravillas que realizó, de los milagros que hizo. Pero su cuidado por las cosas que se suelen estimar insignificantes, es prueba aún mayor de su grandeza. Acostumbraban los judÃos llevar a los niños a algún rabino para que pusiese las manos sobre ellos y los bendijera; pero los discÃpulos consideraban que la obra del Salvador era demasiado importante para interrumpirla asÃ. Cuando las madres acudÃan deseosas de que Cristo bendijera a sus pequeñuelos los discÃpulos las miraban con desagrado. CreÃan que los niños no iban a obtener provecho de una visita a Jesús, y que a él no le agradarÃa verlos. Pero el Salvador comprendÃa el solÃcito cuidado y la responsabilidad de las madres que procuraban educar a sus hijos conforme a la Palabra de Dios. El habÃa oÃdo los ruegos de ellas y las habÃa atraÃdo a su presencia. Una madre habÃa salido de su casa con su hijo para encontrar a Jesús. En el camino dio a conocer su propósito a una vecina, y ésta a su vez deseaba también que Cristo bendijese a sus hijos. Asà que fueron unas cuantas madres con sus hijos, algunos de los cuales habÃan pasado ya de la primera infancia a la niñez y juventud. Al exponer las madres sus deseos, Jesús escuchó con simpatÃa su tÃmida y lagrimosa petición. Pero aguardó para ver cómo las tratarÃan los discÃpulos, y al notar que éstos las reprendÃan y apartaban, creyendo asà prestarle servicio a él, les demostró el error en que estaban, diciendo: "Dejad a los niños venir a mÃ, y no se lo estorbéis; porque de los tales es el reino de Dios." (S. Marcos 10:14, V.M.) Tomó entonces a los niños en brazos, les puso las manos encima, y les dio las bendiciones que buscaban. Las madres quedaron consoladas. Volvieron a sus casas fortalecidas y bendecidas por las palabras de Cristo. Se sentÃan animadas para reasumir sus responsabilidades con alegrÃa renovada y para trabajar con esperanza por sus hijos. Si pudiéramos conocer la conducta ulterior de aquellas madres, las verÃamos recordando a sus hijos la escena de aquel dÃa, y repitiéndoles las amantes palabras del Salvador. VerÃamos también cuán a menudo, en el curso de los años, el recuerdo de aquellas palabras impidió que los niños se apartaran del camino trazado para los redimidos del Señor. Cristo es hoy el mismo Salvador compasivo que anduvo entre los hombres. Es hoy tan verdaderamente el auxiliador 27 de las madres como cuando en Judea tomó a los niños en sus brazos. Los niños de nuestros hogares fueron comprados por su sangre tanto como los de antaño. Jesús conoce la carga del corazón de toda madre. Aquel cuya madre luchó con la pobreza y las privaciones simpatiza con toda madre apenada. El que hiciera un largo viaje para aliviar el corazón angustiado de una cananea, hará otro tanto por las madres de hoy. El que devolvió a la viuda de NaÃn su único hijo, y en su agonÃa de la cruz se acordó de su propia madre, se conmueve hoy por el pesar de las madres. El las consolará y auxiliará en toda aflicción y necesidad. Acudan, pues, a Jesús las madres con sus perplejidades. Encontrarán bastante gracia para ayudarlas en el cuidado de sus hijos. Abiertas están las puertas para toda madre que quiera depositar su carga a los pies del Salvador. Aquel que dijo: "Dejad los niños venir, y no se lo estorbéis" (S. Marcos 10:14), sigue invitando a las madres a que le traigan a sus pequeñuelos para que los bendiga. Responsabilidad de los padres En los niños allegados a él, veÃa el Salvador a hombres y mujeres que serÃan un dÃa herederos de su gracia y súbditos de su reino, y algunos, mártires por su causa. SabÃa que aquellos niños le escucharÃan y le aceptarÃan por Redentor con mejor voluntad que los adultos, muchos de los cuales eran sabios según el mundo, pero duros de corazón. Al enseñarles, se colocaba al nivel de ellos. El, la Majestad de los cielos, respondÃa a sus preguntas y simplificaba sus importantes lecciones para que las comprendiera su inteligencia infantil. Plantaba en la mente de ellos la semilla de la verdad, que años después brotarÃa y llevarÃa fruto para vida eterna. Al decir Jesús a sus discÃpulos que no impidieran a los niños el acercarse a él, hablaba a sus seguidores de todos los siglos, es decir, a los dirigentes de la iglesia: ministros, ancianos, diáconos, y todo cristiano. Jesús atrae a los niños, y nos manda que los dejemos venir; como si nos dijera: Vendrán, si no se lo impedÃs. Guardaos de dar torcida idea de Jesús con vuestro carácter falto de cristianismo. No mantengáis a los pequeñuelos alejados de él con vuestra frialdad y aspereza. No seáis causa de que los niños se figuren que el cielo no serÃa lugar placentero si estuvieseis vosotros en él. No habléis de la religión como de algo que los niños no pueden entender, ni obréis como si no fuera de esperar que aceptaran a Cristo en su niñez. No les deis la falsa impresión de que la religión de Cristo es triste y lóbrega, y de que al acudir al Salvador hayan de renunciar a cuanto llena la vida de gozo. Mientras el EspÃritu Santo influye en los corazones de los niños, colaborad en su obra. Enseñadles que el Salvador los llama, y que nada le alegra tanto como verlos entregarse a él en la flor y lozanÃa de su edad. El Salvador mira con infinita ternura las almas que compró con su sangre. Pertenecen a su amor. Las mira con indecible cariño. Su corazón anhela alcanzar, no sólo a los mejor educados y atractivos, sino también a los que por herencia y descuido presentan rasgos de carácter poco lisonjeros. Muchos padres no comprenden cuán responsables son de estos rasgos en sus hijos. Carecen de la ternura y la sagacidad necesarias para tratar a los que yerran por su culpa. Pero Jesús mira a estos niños con compasión. Sabe seguir el rastro desde la causa al efecto. El obrero cristiano puede ser instrumento de Cristo para atraer al Salvador a estas criaturas imperfectas y extraviadas. Con prudencia y tacto puede granjearse su cariño, puede infundirles ánimo y esperanza, y mediante la gracia de Cristo puede ver como su carácter se transforma, de modo que resulte posible decir con respecto a ellos: "De los tales es el reino de Dios." Durante todo el dÃa la gente se habÃa apiñado en derredor de Jesús y sus discÃpulos, mientras él enseñaba a orillas del mar. HabÃan escuchado sus palabras de gracia, tan sencillas y claras que para sus almas eran, como bálsamo de Galaad. El poder curativo de su divina mano habÃa suministrado salud al enfermo y vida al moribundo. Aquel dÃa les habÃa parecido como el cielo en la tierra, y no se daban cuenta del tiempo transcurrido desde que comieran. Cinco panecillos alimentan a una muchedumbre HundÃase el sol en el poniente, y sin embargo el pueblo tardaba en irse. Finalmente, los discÃpulos se acercaron a Cristo, para instarle a que, por consideración de ellas mismas, despidiera a las gentes. Muchos habÃan venido de lejos, y no habÃan comido desde la mañana. PodÃan obtener alimentos en las aldeas y ciudades cercanas, pero Jesús dijo: "Dadles vosotros de comer." (S. Mateo 14:16.) Luego, volviéndose hacia Felipe, le preguntó: "¿De dónde compraremos pan para que coman éstos?" (S. Juan 6:5.) Felipe echó una mirada sobre el mar de cabezas, y pensó cuán imposible serÃa alimentar a tanta gente. Respondió que doscientos denarios* de pan no bastarÃan para que cada uno comiese un poco. Preguntó Jesús cuánto alimento habÃa disponible entre la gente. "Un muchacho está aquà - dijo Andrés- que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; ¿mas qué es esto entre tantos?" (Vers. 9.) Jesús mandó que se los trajeran. Luego dispuso que los discÃpulos hicieran sentar a la gente sobre la hierba. Hecho esto, tomó aquel alimento y, "alzando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discÃpulos, y los discÃpulos a las gentes. Y comieron todos, y se hartaron; y alzaron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas." (S. Mateo 14:19, 20.) Merced a un milagro del poder divino dio Cristo de comer a la muchedumbre; y sin embargo, ¡cuán modesto era el manjar provisto! Sólo unos peces y unos panes que constituÃan el alimento diario de los pescadores de Galilea. Cristo hubiera podido darle al pueblo una suntuosa comida; pero un manjar preparado únicamente para halago del paladar no les hubiera servido de enseñanza para su bien. Mediante este milagro, Cristo deseaba dar una lección de sobriedad. Si los hombres fueran hoy de hábitos sencillos, y si viviesen en armonÃa con las leyes de la naturaleza, como Adán y Eva en un principio, habrÃa abundantes provisiones para satisfacer las necesidades de la familia humana. Pero el egoÃsmo y la gratificación de los apetitos trajeron el pecado y la miseria, a causa del exceso por una parte, y de la necesidad por otra. Jesús no procuraba atraerse al pueblo satisfaciendo sus apetitos. Para aquella gran muchedumbre, cansada y hambrienta después de tan largo dÃa lleno de emociones, una comida sencilla era prenda segura de su poder y de su solÃcito afán de atender a las necesidades comunes de la vida. No ha prometido el Salvador a sus discÃpulos el lujo mundano; el destino de ellos puede hallarse limitado por la pobreza; pero ha empeñado su palabra al asegurarles que sus necesidades serán suplidas, y les ha prometido lo que vale más que los bienes terrenales: el permanente consuelo de su propia presencia. Comido que hubo la gente, sobraba abundante alimento. Jesús mandó a sus discÃpulos: "Recoged los pedazos que han quedado, porque no se pierda nada." (S. Juan 6:12.) Estas palabras significaban más que recoger las sobras en cestas. La lección era doble. Nada debe ser malgastado. No hemos de perder ninguna ventaja temporal. No debemos descuidar cosa alguna que pueda beneficiar a un ser humano. Recojamos todo cuanto pueda aliviar la penuria de los hambrientos del mundo. Con el mismo cuidado debemos atesorar el pan del cielo para satisfacer las necesidades del alma. Hemos de vivir de toda palabra de Dios. Nada de cuanto Dios ha dicho debe perderse. No debemos desoÃr una sola palabra de las referentes a nuestra eterna salvación. Ni una sola debe caer al suelo como inútil. El milagro de los panes enseña que dependemos de Dios. Cuando Cristo dio de comer a los cinco mil, el alimento no estaba a la mano. A simple vista no disponÃa de recurso alguno. Estaba en el desierto, con cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y los niños. El no habÃa invitado a la muchedumbre a que le siguiese hasta allÃ. Afanosa de estar en su presencia, habÃa acudido sin invitación ni orden; pero él sabÃa que después de escuchar sus enseñanzas durante el dÃa entero, todos tenÃan hambre y desfallecÃan. Estaban lejos de sus casas, y ya anochecÃa. Muchos estaban sin recursos para comprar qué comer. El que por causa de ellos habÃa ayunado cuarenta dÃas en el desierto, no quiso consentir que volvieran ayunos a sus casas. La providencia de Dios habÃa puesto a Jesús donde estaba, y dependÃa de su Padre celestial para disponer de medios con que suplir la necesidad. Cuando nos vemos en estrecheces, debemos confiar en Dios. En todo trance debemos buscar ayuda en Aquel que tiene recursos infinitos. En este milagro, Cristo recibió del Padre; lo dio a sus discÃpulos, los discÃpulos al pueblo, y el pueblo se lo repartió entre sÃ. Asà también todos los que están unidos con Cristo recibirán de él el pan de vida y lo distribuirán a otros. Los discÃpulos de Cristo son los medios señalados de comunicación entre él y la gente. Cuando los discÃpulos oyeron la orden del Salvador: "Dadles vosotros de comer," surgieron en sus mentes todas las dificultades. Se preguntaron: "¿Iremos a las aldeas a comprar alimento?" Pero ¿qué dijo Cristo? "Dadles vosotros de comer." Los discÃpulos trajeron a Jesús todo cuanto tenÃan; pero él no los invitó a comer. Les mandó que sirvieran al pueblo. El alimento se multiplicó en sus manos, y las de los discÃpulos, al tenderse hacia Cristo, nunca quedaban vacÃas. La escasa reserva alcanzó para todos. Satisfecha ya la gente, los discÃpulos http://www.mpgrupos.com/vmessages.asp?idgroup=1778&idareamensajes=7310&acc=read&idmsg=95815
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