El cuento trata de un difunto. Anima bendita camino del cielo donde
esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y la
verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la conciencia a más de
llevar muchas cosas negras, tenÃa muy pocas positivas que hacer valer.
Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que habÃa
hecho en sus largos años de usurero. HabÃa
encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo
pague", medio arrugados y amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien
poco más. PertenecÃa a los ladrones de levita y galera, de quienes
comentó un poeta: "No dijo malas palabras, ni realizó cosas buenas". Parece
que en el cielo las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo
esto ahora lo veÃa clarito. Pero ya era tarde. La cercanÃa del juicio
de Tata Dios lo tenÃa a muy mal traer. Se
acercó despacito a la entrada principal, y se extrañó mucho al ver que
allà no habÃa que hacer fila. O bien no habÃa demasiados clientes o
quizá los trámites se realizaban sin complicaciones. Quedó realmente
desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacÃa fila sino
que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no habÃa nadie
para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave MarÃa PurÃsima. Pero
nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la
cantidad de cosas lindas que se distinguÃan. Pero no vio a ninguno. Ni
ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la
curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y
nada. Se encontró perfectamente dentro del paraÃso sin que nadie se lo
impidiera. -¡Caramba ’se dijo’�?parece que aquà deben ser todos gente muy honrada! ¡Mira que dejar todo abierto y sin guardia que vigile! Poco
a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veÃa se fue
adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura. Era
para pasarse allà una eternidad mirando, porque a cada momento uno
descubrÃa realidades asombrosas y bellas. De
patio en patio, de jardÃn en jardÃn y de sala en sala se fue internando
en las mansiones celestiales, hasta que desembocó en lo que tendrÃa que
ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella
de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo
todo termina por inspirar confianza. Asà que penetró en la sala ocupada
en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio
estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación ’�
santa tentación al fin ’�?de echar una miradita hacia la tierra con los
anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que
maravilla! Se veÃa todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba
ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad.
Pudo mirar profundo de las intenciones de los polÃticos, las auténticas
razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia,
los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. Entonces
se le ocurrió una idea. TratarÃa de ubicar a su socio de la financiera
para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resulto
difÃcil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese preciso
instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un
crédito bochornoso que terminarÃa de hundirla en la miseria por sécula
seculorum. (En el cielo todavÃa se entiende latÃn). Y al ver con
meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le
subió al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca
le habÃa pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo.
Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra
cosa, buscó a tientas debajo de la mesa el banquito de Tata Dios, y
revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda
punterÃa. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito
le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allà mismo. En
ese momento se sintió en el cielo una gran algarabÃa. Era Tata Dios que
retornaba con sus angelitos, sus santas vÃrgenes, confesores y
mártires, luego de un dÃa de picnic realizado en los collados eternos.
La alegrÃa de todos se expresaba hasta por los poros del alma, haciendo
una batahola celestial. Nuestro amigo se sobresalto. Como era pura
alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder
detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderán que
la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está
patente. Asà que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios
no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente
le preguntó qué estaba haciendo. La
pobre alma trató de explicar balbuceando que habÃa entrado a la gloria,
porque estando la puerta abierta nadie la habÃa respondido y él querÃa
pedir permiso, pero no sabÃa a quién. -No,
no ’le dijo Tata Dios’�?no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que
te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los pies. Reconfortado
por la misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo se
animó y le contó que habÃa entrado en su despacho, habÃa visto el
escritorio y encima los anteojos, y que no habÃa resistido la tentación
de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedÃa perdón
por el atrevimiento. -No,
no ’volvió a decirle Tata Dios’�?Todo eso está muy bien. No hay nada
que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces
de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste
algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies? Ahora
sà el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios
en forma apasionada que habÃa estado observando a su socio justamente
cuando cometÃa una tremenda injusticia y que le habÃa subido al alma un
gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada habÃa manoteado el
banquito y se lo habÃa arrojado por el lomo. -¡Ah,
no! ’volvió a decirle Tata Dios�? Ahà te equivocaste. No te diste
cuenta de que si bien te habÃas puesto mis anteojos, te faltaba tener
mi corazón. ImagÃnate que si yo cada vez que veo una injusticia en la
tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarÃan los
carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No mi
hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no
se está bien seguro de tener también mi corazón. Y
el hombre se despertó todo transpirado, observando por la ventana
entreabierta que el sol ya habÃa salido y que afuera cantaban los
pajaritos. Hay historias que parecen sueños. Y sueños que podrÃan cambiar la historia.¡¡ TOMADO DE LA RED..¡¡ |